domingo, 14 de febrero de 2010

Destrucción del mundo

Estaba pensando en cómo seria su propio mundo si nunca hubiera visto en el que vivía. Imaginaba un nuevo comienzo. Y se daba cuenta de que pensaba en eso porque pensaba en otra cosa: en el principio de aquello que existía y conocía. Recordaba que nadie le había podido dar una respuesta que lo satisficiera, aunque quizás nadie lo sabía por completo. Meditaba sobre el pasado remoto (y no tan remoto) de la humanidad que nunca se había sentido parte. Podía inferir, dada la negativa de las encuestas que había realizado a varias personas y en gran parte a lo que se atrevía a pensar, que casi nadie podía reproducir algún “avance” de la humanidad. El mismo tampoco. Si el mundo se destruyera mañana tendría que, desesperadamente, tratar de salvar los restos más preciados: una lamparita, un lápiz, un papel, una rueda y tratar de acumular una cantidad considerable ya que una vez utilizada no podría volver a crearla. Este pensamiento lo hacia sentir pequeño e indefenso y por esto creía que estos “avances” no eran de la humanidad sino de un individuo. Si lo que pensaba alguna vez se hacia realidad, todo tendría que empezar de nuevo. Nada de computadoras, espejos, ascensores, televisores. El mundo tal como lo conocía no existiría. El mismo tendría que volver a crearlo.
El “avance” de la humanidad no es el avance del individuo y por alguna razón eso le resultaba odioso. ¿Quizás porque siempre le habían enseñado lo contrario o porque él lo había interpretado así a su antojo? Ese sentimiento de despojo de la humanidad le daba escalofríos, o sea: sentirse parte de la humanidad y de sus “avances” le proporcionaba seguridad y alivio. Un alivio estúpido de pensar: ¡Menos mal que todo lo que existe se inventó antes! ¿Y quién lo había hecho? Los libros daban nombres y apellidos, en general uno por cada invento, en ocasiones dos. Entonces había pensado que alguien tenía que ser una clase de genio del pasado para poder inventar algo. Pero tiempo después descubrió que eso era parcialmente mentira, casi siempre había habido otras personas involucradas en el descubrimiento, ya sea directa o indirectamente y una persona que podía unir todo y ¡pum!: algo que “mejorara” nuestras vidas aparecía de repente en el siglo XX. Pero tampoco estaba seguro de esto, lo que si sabia era que él vivía de lo que otros producían, no se cosechaba, ni criaba su comida y tampoco sabia de donde provenía el alimento ni se preocupaba por ello, si necesitaba algo siempre había un médico, un plomero, un gasista, un albañil, un sastre etc, etc, etc. Y todo se compraba con dinero. Uno tenía que estar alegre, feliz de que fuera así. Con el dinero suficiente no había nada de que preocuparse pues con él se podía comprar el conocimiento que otros habían adquirido para un fin específico. Y cuanto más dinero mejor, puesto que el siglo XXI parecía desplegar un mercado infinito en cualquier área. Si uno tenia dinero podía creer que lo tenía todo. Todo excepto su propio ser, su propia imaginación y su propio mundo. Comprar, consumir, morir. Mirar vidrieras, mirar TV es mirar y ver lo que otros crean y hacen por nosotros. Pensaba que ¡ni siquiera podía hacer fuego! Aunque si podía hacer otras cosas y pensaba qué hubiera creado él para la humanidad si no estuviera tan inmerso en el consumismo atroz reinante. ¿Cómo es el mundo que imaginan otros humanos, si es que lo hacen, y si es que son humanos todavía?
Desde el piso once los hombres eran pequeños y las hormigas caminaban por la pared ¡en el piso once! Atardecía y él estaba allí observando, sintiéndose pequeño, incluso mucho más que las hormigas. Ellas tenían una meta en su vida, sabían lo que hacían y porqué lo hacían, en cambio él, sentado en el balcón, estaba aburrido, sintiendo que su vida no tenia sentido. ¿Qué podía hacer? Quería que el mundo se destruyera para volver a empezar y sentir que tenía algo por hacer porque ahora solo veía impedimentos. Todas las ideas que se cruzaban por su mente tenían algo imposible. No era que se había cansado, tampoco era un cobarde. Era tan solo un producto de su tiempo.
Atardecía nuevamente. En esos momentos se podía apreciar el movimiento de la tierra. Otra vez veía las hormigas.
— ¿Me verán ellas a mi?— dijo—. Seguro— se contestó.
Ojala se destruyera todo. Nuevamente ese sentimiento
Amanecía. Estaba en la terraza, el único lugar en toda la ciudad donde, al menos, podía ver los colores del alba. Se sentía tan minúsculo, inservible e insignificante. Producto de su tiempo. Era producto de su tiempo que se sintiera así, sabía que estaba influenciado por los anuncios y la televisión pero más que nada por el pensamiento y la noción del bien y el mal de la sociedad en la que vivía y de cuál era el sentimiento que lideraba en ese momento.
En su mundo los hombres serían libres del capitalismo.
El sol estaba bien alto aunque cubierto totalmente por nubes. Estaba en el balcón, ante él se desplegaba la ciudad que muchas veces le parecía irónicamente desolada, gris y casi apocalíptica. Aquí había crecido.
Amanecía otra vez. Salió al balcón para refrescar sus pupilas. Aviones de guerra, helicópteros, polvo y gritos surcaban el cielo. En seguida comprendió y dijo en voz alta:
—No me quiero salvar. No me quiero salvar y ver como los demás buscan comida en los basureros. No me quiero salvar para ver la humanidad dividida entre vivos y muertos. No me quiero salvar pero tampoco quiero morir. No me quiero salvar y vivir en la hipocresía. No quiero estar con los vivos y brindar con sangre. No me quiero salvar a costa de otros. No quiero morir y ser olvidado. No quiero que otros coman mi carne. No quiero perder mi cerebro.
Dicho esto un misil alcanzó su edificio multiplicando sus palabras por miles.

2004/ M.s.I

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